domingo, marzo 4

Aullido lunático

Hay una marmita burbujeante. Una sopa de ojos. Ojos y burbujas hierven en la marmita negra de aguas verde-oscuras, cual pantano alumbrado por un rayo de luna.
Hay una mano blanca que revuelve y agrega ingredientes.
Hay una túnica gris, harapienta, que se desplaza de un lado a otro levantando tierra.
Hay unos ojos mirando los ojos y un mórbido dulzor en una nariz.
Hay una voz, triste y apagada, melódica, insondable, que musita palabras, que unos ojos leen de un raído libro, mientras unas manos tenaces y suaves vierten el brebaje en un recipiente.
Hay, también, unas lágrima inefable que resbala y que cae.

Hay un pescador borracho, al lado del río, debajo de un árbol, absorto en un suspiro de horizonte.

Hay un perro encerrado en el sótano. No puede dormir.
Hay una gota que desde una fisura se desploma, cae y vuelve a formarse y a desplomarse, orada el suelo de cemento, ya hay un hueco.
No puede dormir. Se desespera y ladra, gruñe y gime de rabia. Está atado, encadenado; no puede saltar, ni correr, ni jugar. Tiene hambre, no puede correr, nadie baja a darle de comer.
Tiene sed, bebe de la gota que no cesa de caer, mas no sacia su sed.
Gime, llora, aúlla, se acurruca en un rincón y no distingue ya, las formas en la oscuridad. No hay sombras, pues no hay luz. Hay el ruido de la gota, y la gota que le sigue, y así.

Despegando sus ojos lagañosos, ya casi de noche, con el último rayito de luz, despierta el pescador, aún algo borracho, aún debajo del árbol.
Su caña reposa aprisionada en una grieta entre dos rocas, cerca del agua, casi demasiado, como queriendo remontarse río abajo. Él no recuerda haberla dejado allí.
Le duele la cabeza, le duelen los ojos.
‘’Yo no dejé la caña ahí’’ –piensa-. Se acerca a ella y enrolla el carril que no vuelve, no cede, no quiere. Piensa que debe de haberse enganchado, sigue tirando. Cede. Parece que trae algo, algo extraño.  Trajo su anzuelo un huevo dorado, grande, de metal labrado. Permanece inmóvil un instante, con la caña en la mano, pasmado, viendo el huevo colgado, balanceándose pesado.
Restregándose los ojos, sintiendo la brisa fría en el rostro, el pescador piensa que tiene, en verdad, mucha, mucha hambre. Emprende el camino, retorna a su morada, frustrado, con su huevo dorado.

La humedad se infiltra, entre las grietas de las paredes mal hechas, por debajo de todo abrigo, hacia el núcleo de sus huesos. Frío, el pescador siente mucho frío.
La leña está mojada, no arde, no prende, no quiere.
Se desviste, recorre con ojos y manos su cuerpo trémulo cuerpo desnudo, se vuelve a vestir y se envuelve en su derruido manto de colores, ya grises los colores. Enciende una vela, luz delicada que también tiembla, como su cuerpo al desnudo, también a ella la arropa y la resguarda, encerrándola en una traslúcida coraza de vidrio.

El huevo dorado, sobre el polvo de la mesa, brillando opacamente a la luz de la vela,  inquisitivo, no cesa de mirarlo con múltiples ojos, de diversos tamaños, conectados todos por ductos acanalados, espiralados, también dorados. ‘’Cosa rara’’ –pensó-, lo alzó en sus manos, lo encontró más pesado que cuando lo trajo.
Rugió un trueno como el desplomarse de una montaña entera. Soltó el huevo, sobresaltado, se le resbalo de los dedos y cayo al suelo, rodó hacia la chimenea, acurrucándose entre las brasas de un fuego extinto. El pescador cavila, embotado, confundido, se hunde, es ya sólo el dolor de sus ojos presionados por sus manos.
Un olor extraño se extiende, abruma las paredes, lo obliga a voltear la cabeza, hacia la chimenea. Encuentra, que el huevo se enrojece, como un sol diminuto atardeciendo. Un líquido rojo y espeso, sanguinolento, brota y surca los canales, se expande, va inundándolo todo,  baña sus pies, es sangre.
Fija la mirada en el huevo de oro ahora rojo más que el fuego, nota que éste le devuelve la mirada, abre sus ojos, gran número, y mira penetrando en toda dirección. Mira todo, también sus ojos, y no pestañea.
Inmóvil hasta la brisa. Todo se petrifica por las miradas. Tan concentradas penetrando, escrutando minuciosamente, que ardieron, de su intensidad brotó incandescente un estático fuego.
‘’Pero si es el mismísimo sol –pensó el pescador- el mismísimo sol prendiendo ahí en mi chimenea –mientras se restregaba los ojos irritados- y ahora brilla más va… va explotar –pensó y exhaló atento, sin desterrar de sus ojos el fuego-.
Un estampido sordo con la fuerza de mil toros lo despidió hacia la pared como haría una ráfaga otoñal con una hoja seca, atravesó la pared. Frenó brutalmente contra un sólido, ciclópeo árbol, y cayó, destrozado, a sus pies. Un débil, casi extinto aliento exhalaba una leve llovizna de su sangre sobre el pasto en torno a su cara y la luz súbitamente se apagó, y fue la noche más negra.
De las cenizas, aun calientes, del huevo, moscas nacieron. Volaron, se esparcieron, imprimiendo en su estela un dulce aroma a canela quemada y a rosas muertas. Olfatearon, en las sombras, dieron con su cuerpo trémulo y tibio, se lo comieron.
Un perro perfumado con una deletérea fragancia a entierro, luego, enterró sus huesos, al pié del árbol, luego huyó, en el bosque aulló, con la lunática tristeza del aullido.

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