lunes, septiembre 27

Lluvia


Las primeras flechas ardientes del amanecer lo sacaron de su prolongado embotamiento de la noche eterna, de una más. Impregnadas de su cotidiana dosis de ponzoñosa realidad. Ya ni recordaba hace cuantos soles navegaba en la desolada embarcación, apenas si recordaba el eco lejano de aquella melodía cristalina, de aquella risa que llovió en sus oídos con la dulce esperanza renaciente de los albores primaverales para luego evaporarse con  ígnea aridez desértica de estío.
El apetito oceánico voraz fue reclamando las vidas del resto de la tripulación, así como velas, timón,  mástil y gran parte de las provisiones. El agua se llevó el agua y avivó las llamas.
Ahora la soledad física retraba la soledad real con viva y afilada intensidad. Ahora sólo restaba esperar….
Con suavidad se deslizaba aquél pedazo de madera derruido mientras  aquella sombra evanescente que yacía en cubierta se marchitaba con la  desgarradora indiferencia de la rosa solitaria.  ¿Qué más sino esperar?
Calmo el mar, límpido el cielo, silenciosas las aves. La armonía serena del mar parecía reírse cruelmente de la ironía de su angustia. ¿Qué esperar?... pasos estertóreos arrastraron su desilusión hacia la borda.
El silencio se quebró, el astro se alejó de a poco, parsimoniosamente, ondulando con la tenue melodía del mar, yendo y viniendo estáticamente, acompañando con mordaz mueca el fútil descenso.
Una lágrima etérea se deslizó por su alma derretida mientras una mirada deshidratada se perdía en el horizonte azul difuminado entre pincelazos grises de sombras florecientes que se entrelazaron cubriendo el cielo al tiempo que un viento tempestuoso susurraba una melodía vagamente familiar…

lunes, septiembre 13

Silencio

Y entonces calló, y todos callaron…

En la ventana, sentado… él, que permanecía largas horas del día y de la noche practicando el silencio con una devoción cuasi-religiosa, percibió algo extraño, algo extrañamente exótico. Experimentó una sensación de leve calidez, como al amanecer, con la sutil diferencia de que era plena noche. Subió hasta la terraza, y una vez adoptada su clásica postura de piernas cruzadas y espalda encorvada en la que siempre perdía su mirada, absorbida por la calle y sus habitantes, se dio cuenta de algo que no había percibido aún, esa sensación exótica: el silencio, que como amenazante ola gigantesca cubriendo el cielo precipitó brutalmente su manto gélido inundando cada calle, cada plaza, cada casa, edificio y local, todo a un tiempo. Sólo permanecieron sonando las radios y los reproductores de música. Todos atónitos en aquel instante sólo podían mirar alrededor, intentaban desesperados articular palabra, en vano. Sumamente intrigado, se arrimó hasta el borde del edificio y se dedicó a su tan envolmente pasatiempo: la contemplacion. Dibujando como con delicado pincel cada detalle de tan extraña escena retraba la imagen en su mente. Vio a unas adolescentes alarmadas que intentaban gritar su deseperación, profiriendo en lugar de eso aberrantes alaridos inarticulados e inexpresivos; vio cómo dos taxistas y un conductor alterado se bajaban gruñendo de sus vehículos, derramando lágrimas de furia angustiada, como implorando desesperadamente una explicación, evidenciando en su mirada el peso aplastante de esa sensación tan fatídica que genera la incertidumbre, esa sensación de desnudez total, de vulnerabilidad; vio también cómo las primeras señales de entendimiento, de instinto comunicativo, se dejaban entrever en algunos gestos corporales entre un hombre de caminar lento y pesado acompañado de una mujer que se deslizaba como en el aire a pasos livianos y largos, iban de la mano, cerca de la esquina, ahogando su miedo en la mirada del otro, perdiéndose en ese abismo; también vio cómo un sujeto de perfil bajo en su apariencia y temple frío en sus movimientos pareció entender al instante lo que acontecía y se perdió entre la silenciosa muchedumbre, ágil y veloz como depredador en plena cacería cerca del quiosco,  por donde iba pasando una joven muchacha que parecía no haberse percatado absolutamente de nada, iba levitando perdida en su propio mundo con la mirada absorta en el piso, avanzado parsimoniosamente, con una armonía angustiosa, arrastrando débilmente cada paso -seguramente alguna siniestra y hermosa melodía en sus auriculares, pensó él.
Se pasó horas nadando con armonía discordante en el mar de gente, miró al cielo, allí estaba la luna, hermosa, delicada, tenebrosa, imponente, fulgor ya no frío y argento, sino levemente cálido, como al amanecer, engarzada de destellos dorados que endulzaban el aire ahora más puro y lozano, ya sin las constantes heridas afiladas inflingidas por cada palabra que interrumpía la sinfonía sublime del universo, palabras discordantes, innecesarias. Siguiendo los pasos de su ya rutinario ritual, sacó un cigarrillo del paquete, lo asentó con unos golpecitos sobre el encendedor y agarrándolo con la yema del índice y el mayor, dio un rápido giro con la mano poniéndoselo en los labios siguiendo el recorrido del cigarro con ambos dedos hasta el final, sólo entonces lo prendió, para efectuar una larga bocanada y sumirse en pesadas horas de reflexión y cavilación infinitas… no más palabras en el aire… no más comunicación oral… no más un te extraño… no más un te quiero…  por otro lado no más palabras vacías, ni vaciadas, sólo sentimientos ocultos o camuflados  en la oscuridad y un silencio, un silencio eterno. Lo impactó la imagen de un mundo gestual, más sincero, más pasional, como él lo imaginó alguna vez en esas abismales noches de sombra y profundidad, lo impactó dejándole una sensación totalmente novedosa, la esperanza de un mundo distintos renacía como fénix de las cenizas consumidas.
Un lapso de tiempo indefinido transcurrió mientras se dejaba ahogar en la marea de sus pensamientos que sin saber cómo ni cuándo arrastró su mirada hacia aquella ventana lejana, donde habitaba aquella silueta y su hipnótica, indescifrable pero sincera danza, sagrada, cada puesta de sol. Y ahí estaba, cumpliendo el ritual con la devoción de cada noche. Una vez más le dedicó una mirada oculta entregándose a esa dulce hipnosis onírica que le traía una tenue brisa cálida que se refugiaba en su pecho y lo tranquilizaba. Pero nunca fue más que eso, una ilusión onírica, no podía ser otra cosa, eran mundos distintos, incompatibles, al menos así lo veía él. Pero acorde a la frecuencia de la noche, algo se salió de la rutina, ella descorrió la cortina y encendió la luz, sin vergüenza ya de su expresión corporal; él, aún respirando humo, de pronto volvió a encender su pensamiento, alimentando la condena de sus llamas eternas. La esperanza inundó la expresión de su mirada de tal manera y con tal intensidad que ella, ejercitada también en el arte de la percepción del ser solitario, pudo sentir cómo un desgarrador grito suplicante se alojaba en la profundidad de su alma y la conmovía como nada nunca antes.
Ambas miradas sombrías, cansadas de estar perdidas entre tinieblas, finalmente reconocieron en la esencia del destello de sus ojos, y se encontraron. Como en trance se deslizaron fuera de sus refugios y se encontraron y se miraron a los ojos, se tomaron de la mano y danzaron, en silencio, perdiéndose por las calles cada vez más desiertas, ahogando sus miedos en la mirada del otro, sintiéndose por primera vez libres en el mundo, en ese nuevo mundo que habitaban hace siglos.

jueves, septiembre 2

Río I

Las cuatro paredes iban reduciendo poco a poco el cuadrado de la habitación. Se acercaban casi imperceptiblemente, aprisionándolo, casi aún más que su mente, si fuese posible. Largas noches de frío punzante que hendían como lanzas su cabeza, congelando el mundo en instantes de dolorosa tortura. Pero el tiempo, inmune al hielo y a todo elemento, seguía su eterno y parsimonioso andar, haciendo nacer al sol, privándolo del sentido de la vista, quemando sus ojos.
Un día, seguramente a principios del verano, la intensidad del sol se le hizo insoportable, sintió arder cada milímetro de su cuerpo, creyó estar en el centro de un volcán iracundo que en cualquier momento estallaría y volaría su cuerpo en mil pedazos. Tal sensación lo sacó de su embotamiento, sólo entonces se dio cuenta de que estaba sentado en un cubículo de un escaso metro cuadrado con la puerta delante. Salir, o morir aplastado.
La calle estaba atestada, y el aire caliente lo sumía en un sopor semiconsciente que le hacía perder la noción del espacio y el tiempo. Caminó tropezando con todo lo que se le cruzaba, sin oír los insultos gracias a su mp3, era su ángel guardián que lo protegía del estruendoso vocerío absurdo que tanto lo desesperaba. Caminó, atravesó en su estado de sonambulismo semilúcido avenidas, parques, puentes. Huía del sol y su ardiente lluvia de flechas, las temía, las esquivaba, no las comprendía, lo mortificaban. Caminó hasta que el oscuro manto se tendió sobre el mundo y sus habitantes. Caminó hasta que la vida comenzó gradualmente a desvanecerse como el rocío al mediodía.
Siguiendo a su pálida guía, princesa del firmamento, llegó hasta un río, tenebroso, nauseabundo, pensó en el Ganges pero sabía que era imposible. Cadáveres amontonados cual cardumen de peces hambrientos. La imagen, lejos de desesperarlo, le regaló un soplo de alivio, un susurro de silencio, una sonrisa macabra. ¿Qué tan distinto es este tétrico río de la calle rebosante de personas frenéticas, tan animadas y ‘’vivas’’? – pensó.
En todo caso, prefirió estos silenciosos compañeros, que al menos no se empecinaban en afirmar obstinadamente que en verdad estaban vivos, al menos eran sinceros…
Siguió, ahora más tranquilo y despierto, caminando acompasadamente río abajo, sin cuestionarse el por qué de su inusual fauna, destapó sus oídos y se dejó llevar por la silente brisa apenas perturbada por la suave melodía del agua fluyendo entre los cuerpos, tan apacible, tan tranquila…
En el horizonte, una magnífica cascada y en la lejanía, los atisbos de un inefable mar.
Unas rocas afiladas que con la luna refulgían como plata daban lugar a la gran caída de agua. Alrededor se extendía un lívido bosque de árboles de postura triste, cansada, agobiada, hastiada. Ningún rastro de fauna salvo una lechuza gris de mirada inquisidora que contemplaba meditabunda la escena en lo alto de unas ramas secas que daban la sensación de nunca haber vivido. Se sentó al pie de dicho árbol, apoyando su encorvada espalda en la desgarrada corteza y clavó su mirada en el siniestro e hipnotizante desfile, mientras se iba entregando lentamente a sus hambrientos abismos…
Se iba perdiendo, estaba ya muy lejos, casi en el límite de la dimensión onírica cuando creyó ver algo. Era una estrella fugaz – se dijo. Pero volviendo a la realidad en un pálpito cayó en la cuenta de que era imposible, pues aún continuaba mirando fijamente el río. Absorto, se disponía a reflexionar en qué pudo haber sido, cuando apareció de vuelta, era una sonrisa, no podía ser un cadáver más, esa sonrisa irradiaba vida con un fulgor deslumbrante. Quedó atónito, qué explicación podía tener tal visión, ¿estaba delirando ya? ¿Había colapsado finalmente? No, una tercera vez, ahí estaba, claramente iluminada ahora, una sonrisa, suavemente dibujada como por un pincel tímido y vacilante, pero con colores sinceros, era real. Identificó el cuerpo, envuelto en una largas hebras de cabello del color de la tierra soleada en primavera, enfilaba obligado por el tumulto hacía los filos de las argentas rocas. En ese instante, una verdadera estrella fugaz se reflejó en los ojos acuosos, anhelosos, melancólicos, que acompañaban a la tibia sonrisa. Y el los vio, no era un sueño, su amada luna y todas las estrellas estaban de testigos, los vio, allí había vida, vida real, sincera. Dejó los porqués en el olvido y se lanzó al caudal que ya se precipitaba al vertiginoso borde, nadó desesperado en el fluido putrefacto, apartando cadáveres con furia hasta que llegó a ella, se abrazó al cuerpo ansiado, cerró lo ojos y ambos cayeron por la cascada, como gotas de lluvia decididas a destrozarse en el impacto con cualquier obstáculo que se interpusiera.
La lechuza cantó tres veces, y la albura del amanecer comenzaba a abrirse paso…