jueves, septiembre 2

Río I

Las cuatro paredes iban reduciendo poco a poco el cuadrado de la habitación. Se acercaban casi imperceptiblemente, aprisionándolo, casi aún más que su mente, si fuese posible. Largas noches de frío punzante que hendían como lanzas su cabeza, congelando el mundo en instantes de dolorosa tortura. Pero el tiempo, inmune al hielo y a todo elemento, seguía su eterno y parsimonioso andar, haciendo nacer al sol, privándolo del sentido de la vista, quemando sus ojos.
Un día, seguramente a principios del verano, la intensidad del sol se le hizo insoportable, sintió arder cada milímetro de su cuerpo, creyó estar en el centro de un volcán iracundo que en cualquier momento estallaría y volaría su cuerpo en mil pedazos. Tal sensación lo sacó de su embotamiento, sólo entonces se dio cuenta de que estaba sentado en un cubículo de un escaso metro cuadrado con la puerta delante. Salir, o morir aplastado.
La calle estaba atestada, y el aire caliente lo sumía en un sopor semiconsciente que le hacía perder la noción del espacio y el tiempo. Caminó tropezando con todo lo que se le cruzaba, sin oír los insultos gracias a su mp3, era su ángel guardián que lo protegía del estruendoso vocerío absurdo que tanto lo desesperaba. Caminó, atravesó en su estado de sonambulismo semilúcido avenidas, parques, puentes. Huía del sol y su ardiente lluvia de flechas, las temía, las esquivaba, no las comprendía, lo mortificaban. Caminó hasta que el oscuro manto se tendió sobre el mundo y sus habitantes. Caminó hasta que la vida comenzó gradualmente a desvanecerse como el rocío al mediodía.
Siguiendo a su pálida guía, princesa del firmamento, llegó hasta un río, tenebroso, nauseabundo, pensó en el Ganges pero sabía que era imposible. Cadáveres amontonados cual cardumen de peces hambrientos. La imagen, lejos de desesperarlo, le regaló un soplo de alivio, un susurro de silencio, una sonrisa macabra. ¿Qué tan distinto es este tétrico río de la calle rebosante de personas frenéticas, tan animadas y ‘’vivas’’? – pensó.
En todo caso, prefirió estos silenciosos compañeros, que al menos no se empecinaban en afirmar obstinadamente que en verdad estaban vivos, al menos eran sinceros…
Siguió, ahora más tranquilo y despierto, caminando acompasadamente río abajo, sin cuestionarse el por qué de su inusual fauna, destapó sus oídos y se dejó llevar por la silente brisa apenas perturbada por la suave melodía del agua fluyendo entre los cuerpos, tan apacible, tan tranquila…
En el horizonte, una magnífica cascada y en la lejanía, los atisbos de un inefable mar.
Unas rocas afiladas que con la luna refulgían como plata daban lugar a la gran caída de agua. Alrededor se extendía un lívido bosque de árboles de postura triste, cansada, agobiada, hastiada. Ningún rastro de fauna salvo una lechuza gris de mirada inquisidora que contemplaba meditabunda la escena en lo alto de unas ramas secas que daban la sensación de nunca haber vivido. Se sentó al pie de dicho árbol, apoyando su encorvada espalda en la desgarrada corteza y clavó su mirada en el siniestro e hipnotizante desfile, mientras se iba entregando lentamente a sus hambrientos abismos…
Se iba perdiendo, estaba ya muy lejos, casi en el límite de la dimensión onírica cuando creyó ver algo. Era una estrella fugaz – se dijo. Pero volviendo a la realidad en un pálpito cayó en la cuenta de que era imposible, pues aún continuaba mirando fijamente el río. Absorto, se disponía a reflexionar en qué pudo haber sido, cuando apareció de vuelta, era una sonrisa, no podía ser un cadáver más, esa sonrisa irradiaba vida con un fulgor deslumbrante. Quedó atónito, qué explicación podía tener tal visión, ¿estaba delirando ya? ¿Había colapsado finalmente? No, una tercera vez, ahí estaba, claramente iluminada ahora, una sonrisa, suavemente dibujada como por un pincel tímido y vacilante, pero con colores sinceros, era real. Identificó el cuerpo, envuelto en una largas hebras de cabello del color de la tierra soleada en primavera, enfilaba obligado por el tumulto hacía los filos de las argentas rocas. En ese instante, una verdadera estrella fugaz se reflejó en los ojos acuosos, anhelosos, melancólicos, que acompañaban a la tibia sonrisa. Y el los vio, no era un sueño, su amada luna y todas las estrellas estaban de testigos, los vio, allí había vida, vida real, sincera. Dejó los porqués en el olvido y se lanzó al caudal que ya se precipitaba al vertiginoso borde, nadó desesperado en el fluido putrefacto, apartando cadáveres con furia hasta que llegó a ella, se abrazó al cuerpo ansiado, cerró lo ojos y ambos cayeron por la cascada, como gotas de lluvia decididas a destrozarse en el impacto con cualquier obstáculo que se interpusiera.
La lechuza cantó tres veces, y la albura del amanecer comenzaba a abrirse paso…

3 comentarios:

  1. Bueno, siempre hay luz entre la oscuridad :)
    Si no, no habría oscuridad, ¿o no es así?

    Un beso!


    M

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  2. Me gusta cómo hilvanás las palabras, con una entereza romántica y melódica.
    Un saludo.

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  3. Me pasó muchas veces de encontrarme encerrada entre cuatro paredes amenazantes que me obligaron a salir, a enfrentarme al mundo.
    Un saludito! Al!

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