En la ventana, sentado… él, que permanecía largas horas del día y de la noche practicando el silencio con una devoción cuasi-religiosa, percibió algo extraño, algo extrañamente exótico. Experimentó una sensación de leve calidez, como al amanecer, con la sutil diferencia de que era plena noche. Subió hasta la terraza, y una vez adoptada su clásica postura de piernas cruzadas y espalda encorvada en la que siempre perdía su mirada, absorbida por la calle y sus habitantes, se dio cuenta de algo que no había percibido aún, esa sensación exótica: el silencio, que como amenazante ola gigantesca cubriendo el cielo precipitó brutalmente su manto gélido inundando cada calle, cada plaza, cada casa, edificio y local, todo a un tiempo. Sólo permanecieron sonando las radios y los reproductores de música. Todos atónitos en aquel instante sólo podían mirar alrededor, intentaban desesperados articular palabra, en vano. Sumamente intrigado, se arrimó hasta el borde del edificio y se dedicó a su tan envolmente pasatiempo: la contemplacion. Dibujando como con delicado pincel cada detalle de tan extraña escena retraba la imagen en su mente. Vio a unas adolescentes alarmadas que intentaban gritar su deseperación, profiriendo en lugar de eso aberrantes alaridos inarticulados e inexpresivos; vio cómo dos taxistas y un conductor alterado se bajaban gruñendo de sus vehículos, derramando lágrimas de furia angustiada, como implorando desesperadamente una explicación, evidenciando en su mirada el peso aplastante de esa sensación tan fatídica que genera la incertidumbre, esa sensación de desnudez total, de vulnerabilidad; vio también cómo las primeras señales de entendimiento, de instinto comunicativo, se dejaban entrever en algunos gestos corporales entre un hombre de caminar lento y pesado acompañado de una mujer que se deslizaba como en el aire a pasos livianos y largos, iban de la mano, cerca de la esquina, ahogando su miedo en la mirada del otro, perdiéndose en ese abismo; también vio cómo un sujeto de perfil bajo en su apariencia y temple frío en sus movimientos pareció entender al instante lo que acontecía y se perdió entre la silenciosa muchedumbre, ágil y veloz como depredador en plena cacería cerca del quiosco, por donde iba pasando una joven muchacha que parecía no haberse percatado absolutamente de nada, iba levitando perdida en su propio mundo con la mirada absorta en el piso, avanzado parsimoniosamente, con una armonía angustiosa, arrastrando débilmente cada paso -seguramente alguna siniestra y hermosa melodía en sus auriculares, pensó él.
Se pasó horas nadando con armonía discordante en el mar de gente, miró al cielo, allí estaba la luna, hermosa, delicada, tenebrosa, imponente, fulgor ya no frío y argento, sino levemente cálido, como al amanecer, engarzada de destellos dorados que endulzaban el aire ahora más puro y lozano, ya sin las constantes heridas afiladas inflingidas por cada palabra que interrumpía la sinfonía sublime del universo, palabras discordantes, innecesarias. Siguiendo los pasos de su ya rutinario ritual, sacó un cigarrillo del paquete, lo asentó con unos golpecitos sobre el encendedor y agarrándolo con la yema del índice y el mayor, dio un rápido giro con la mano poniéndoselo en los labios siguiendo el recorrido del cigarro con ambos dedos hasta el final, sólo entonces lo prendió, para efectuar una larga bocanada y sumirse en pesadas horas de reflexión y cavilación infinitas… no más palabras en el aire… no más comunicación oral… no más un te extraño… no más un te quiero… por otro lado no más palabras vacías, ni vaciadas, sólo sentimientos ocultos o camuflados en la oscuridad y un silencio, un silencio eterno. Lo impactó la imagen de un mundo gestual, más sincero, más pasional, como él lo imaginó alguna vez en esas abismales noches de sombra y profundidad, lo impactó dejándole una sensación totalmente novedosa, la esperanza de un mundo distintos renacía como fénix de las cenizas consumidas.
Un lapso de tiempo indefinido transcurrió mientras se dejaba ahogar en la marea de sus pensamientos que sin saber cómo ni cuándo arrastró su mirada hacia aquella ventana lejana, donde habitaba aquella silueta y su hipnótica, indescifrable pero sincera danza, sagrada, cada puesta de sol. Y ahí estaba, cumpliendo el ritual con la devoción de cada noche. Una vez más le dedicó una mirada oculta entregándose a esa dulce hipnosis onírica que le traía una tenue brisa cálida que se refugiaba en su pecho y lo tranquilizaba. Pero nunca fue más que eso, una ilusión onírica, no podía ser otra cosa, eran mundos distintos, incompatibles, al menos así lo veía él. Pero acorde a la frecuencia de la noche, algo se salió de la rutina, ella descorrió la cortina y encendió la luz, sin vergüenza ya de su expresión corporal; él, aún respirando humo, de pronto volvió a encender su pensamiento, alimentando la condena de sus llamas eternas. La esperanza inundó la expresión de su mirada de tal manera y con tal intensidad que ella, ejercitada también en el arte de la percepción del ser solitario, pudo sentir cómo un desgarrador grito suplicante se alojaba en la profundidad de su alma y la conmovía como nada nunca antes.
Ambas miradas sombrías, cansadas de estar perdidas entre tinieblas, finalmente reconocieron en la esencia del destello de sus ojos, y se encontraron. Como en trance se deslizaron fuera de sus refugios y se encontraron y se miraron a los ojos, se tomaron de la mano y danzaron, en silencio, perdiéndose por las calles cada vez más desiertas, ahogando sus miedos en la mirada del otro, sintiéndose por primera vez libres en el mundo, en ese nuevo mundo que habitaban hace siglos.
¡Qué bello lenguaje es el del silencio! Sin duda, el más magnánimo de todos, pues no cabe en las palabras siquiera.
ResponderEliminarInteresante, fluido y absorbente relato.
Un saludo.