lunes, noviembre 28

Uno

Despertó una tarde apacible, cuando gime el mudo grito de colores, ese llanto tierno del sol y de los cielos.

Dirigió sus pasos hacia el pueblo, la plaza, la feria, la gente, las personas, algún que otro árbol solitario. Sentose y observó. Miró, miró. Luego siguió avanzando caminando por las galerías de cuadros, entre los pasillos de luces líquidas y humeantes, mientras voces o suaves o frenéticas o templadas, sonoras o sordas, acariciaban o acicateaban desviviéndose por retener para sí atención. Y por allí también los puestos y múltiples anuncios, los relojes-trompo – ¡absolutamente poliformes, ultrasensibles, calculados minuciosa y exactamente para su cada vez mayor y más concreta armonía perfecta, unos para cada específico minuto, compre uno!-. Tenía cientos de miles, uno más por cada minuto que se volvía blanco.
Girando girando se fue extraviando la calidez de la tarde, resolvió tornar sus pasos rumbo a su morada, luego de la pesca sin éxito en el pozo de los ojos flotantes, frustrada por el hastío repetitivo de sacar siempre ojos blancos, vacíos. Sintió con fuerza, como si la gravedad fuese aumentando poco a poco, el contacto entre cada piedra y la suela de su zapato. Acarició las pequeñas florcitas violáceas, al costado de un arroyo de canto dulce y muy suave, a la sombra risueña de los árboles verdes, alegres. Cantó en silencio con el vuelo de las aves, viva algarabía en pequeñas bandadas. Miró hacia los cielos otra vez, una franja de nubes de frontera entre las hordas de Horus y las de Seth. Carros armados y muchos soldados a ambos lados se enfrentaron abiertamente en el campo celeste, la luna y su manto de estrellas, el sol y su aliento de dragón. Sometiéndose al nuevo reinado las flores con desesperación disimulada se cerraron, apresurándose lentamente; las aves volaron veloces a la cima de los árboles gigantes, cruzando los cielos, más allá de las nubes y, ávidas de luz, se inmolaron antes de que el astro derrotado se fugue. Sólo los insectos, temerarios, osaron desafiar al pesado silencio que se desplomaba desde los cielos. Las formas y los colores ante sus ojos se transmutaron, su danza era otra danza, se llenaban de vacío, florecía su magia que, en esporas, comenzaba a susurrar su canto de ensueño. Atento, afinó su oído izquierdo, escuchó sus recuerdos, viejos, viejos recuerdos.
El portón de madera, y los saltitos del perro, un murciélago hendiendo las sombras y una cerradura rota, pero la puerta abierta. Los muebles y sus telas raídas recubiertas de polvo cansado. La bodeguita vacía, a excepción de una pequeña cajita. Sopló el polvo que la envolvía. Tan negra y reluciente, un sol negro de acero. Abrir su boca, alimentarla, cerrarla, guardarla, rápido y en secreto, no vayan a despertarse los sueños. El torso desnudo, el pelo suelto, los pies descalzos sintiendo con aún más gravedad el hambre del suelo. Frío el suelo, frío ya el cielo. Un estremecerse, un bramido desaforado y la lluvia de las nubes -¡Tan sensibles las nubes!- resbaló dolida por su piel y sus cabellos.
Caminó, cada paso a la vez efímero y eterno, acarició las cadenas de las hamacas que van, que vienen, suave, lentamente. Aplastó las hojas, cada hoja caída en el sendero. Los charcos, el brillo, ahora opaco, de sus ojos, y el metal negro. Rozar, con los dedos, las ramas desnudas de los árboles dormidos y grises. Se sentó a la sombra nocturna del anciano pino de la esquina, faro tenebroso que oscurecía la penumbra y silenciaba la lluvia. Cruzó las piernas, la sacó y apoyó en la tierra blanda ya humedecida y la miraba sin poder verla. Tocaba y no sentía el frío con sus manos frías, tocaba y no sentía. La asió, la acomodó, bajo las cejas, entre sus ojos, no veía en el metal el reflejo de su brillo opaco. Los sabía secos, aún en la tormenta más recia y tenebrosa, permanecerían siempre secos. La apoyó muy despacio y ese ardiente fuego de hielo que no sentía. No sentía frío en su frente fría, no sentía ya las cadenas frías, no sentía. No sentía las ropas mojadas ni ya el frío de la tierra, ni el fueguito de su pecho ni bullía el ardiente caldero en su cabeza, no sentía.
 La gravedad se evaporaba de pronto, se disolvía, se desvaneció en un relámpago, un instante en el que miró y ya no vio formas ni colores, ni luz ni oscuridad, de verdad vio. Entonces la soltó, y fue la brisa retozando con las hojas que se secaban al sol que asomaba tras la montaña.


domingo, septiembre 4

Prometeo

Frío.
Mucho, frío.
Las gotas, una, tras otra, tras otra; ya hielo al golpear la roca. Tormenta astillada lacerando con filo de fuego, no ese fuego.
 De ese fuego aún el recuerdo. Allá en lo alto, en el monte blanco, aquel templo de aquel tiempo. Ese fuego. Un sol en cada llama, en cada destello.
Ya es de noche, el filo es de aire. Las espadas de los vientos dibujando surcos sangrientos, fulgores de plata de luna que descienden desde los cielos una vez celestes. Y los gritos, en el silencio.
 Los jardines y las flores y un áureo rocío encendido en la brisa, una tenue cálida risa. Criaturas risueñas bajo cielos de arcoíris, vagaban sin prisa; husmeaban, tranquilas. Olfateaban las esencias retozantes como niños. Y yo, retozando en ellas, me encendía.

La calma como piedras en colina frenética en la noche hirviente de estrellas. El sonido del fluir, de un río de hielo oír. Una caricia al lomo del aire. Se ven más noches, a lo lejos. Solo con mis pensamientos, y el graznido del cuervo.
 Una fragancia tejida de sueños; un perfume de milenios. La hipnosis y los pasos, juntos enfilando al horizonte de horizontes allá en los horizontes. A saltos, a tropiezos, y vuelos. De pronto aquel retoño, aquella fuente reluciente en el prado divino de aquel templo de aquel tiempo y su calor, me abrazó. Fui envuelto en su ensueño.
Las flechas, ardientes, aguerridas, decididas, inmolan aquél tendido manto negro. Una, tras otra, tras otra, eclipsando los cielos. Llueven; no dejan que las llagas se cierren. La piel abrasada por el fuego, no ese fuego. Solo con el resplandor siniestro de su plumaje negro y su pico encarnado revolviendo.
 Ese fuego; un nadar desnudo entre estrellas y planetas, asteroides y cometas. Una danza cósmica danza. Abrí los ojos, y miré; fui la luz entre las hojas de una tarde de árboles de otoño; fui noche primitiva sin lunas; fui estrellas tras las cortinas. Oí, atento; fui armonía, fui amor de ritmo y melodía, en el silencio, ese silencio. Moví mi mano, y una estela plateada atravesó el espacio; fui tormenta y truenos en los cielos; fui la tierra inquieta. Olí el vacío y fui la fragancia, esa de sueños, esa de otros tiempos y los tiempos; me respiré. Degusté una chispa danzarina; fui cada color, cada matiz; fui algas y fui rosas, y reí. Fui una flama, cada flama, me sentí.
Cataratas carmesí resbalan por entre mis dedos, dibujan constelaciones en el suelo. Tiñen las rocas, sabias majestuosas, y la nieve de la cumbre como pétalos de rosas rosas rotas. Una risa macabra separa las nubes; los rayos, como látigos. Infortunio alado, su condena en mi condena, devora me bebe, y me ignora. Las cadenas, frías, frías cadenas, ya me queman. Condena de fuego, no ese fuego, de fuego del hielo. Aún la imagen, el recuerdo de las almas, figuras apagadas entre el humo de cenizas.
 El clamor, el crepitar, ese danzar. Un despertarse de sol. Precipiteme como un amanecer, copulé con la tierra; fui la siembra, fui la fruta; fui misterios, fui la música. Fui los cantos, fui los pasos, fui las miradas, que nunca naufragaban. 
Humo denso, niebla espesa, las brasas moribundas de una promesa. -¡Sed de vida os lo ruego!, ¡prometeos el fuego!-. 

miércoles, agosto 17

Centauro

De los bosques los pasos, entre árboles enredados. Tratando de olfatear el rastro de los senderos invisibles con esa nariz tan inocente, tan curiosa, ebria de olores de músicas y colores, claros de soles, y flores.
De los tumbos los azotes, los derrumbes y el empeño, ciego. Insiste, terco, en rocosas montañas escarpadas majestuosas y sabias allende las nubes y algún cielo, con esas patas que entre rocas se agrietan, se quiebran se parten como astillas secas, se olvidan del lenguaje de la tierra.
Se arrastra, se deja arrastrarse, se piensa  con ese estómago vulcánico de filosas fauces que deglute, se autoengulle. Un lento derretirse, devorando hambriento cuerpos, hambriento de almas. Abrevando sediento en los afluentes latentes, sediento de sed -sed de vida sed-.
Y cuando no mira la tierra cazando hambre, pescando sueños, comiendo deseos; apunta su flecha en horizonte y ciega los ojos y siega los corazones, de los hombres; y sus ojos incisivos, serrados: se cierran. Y ágil se esquiva y ligero, cuando se tienden los hilos del telar que se enredan se tensan destensan se enredan. Ágil, ligero.
Efímero. Ya nada sino la sombra del reflejo de un reflejo. Ya se olvidó.
A veces un planetario influjo, una noche plenilúnica, la sonrisa de unos ojos; palpitan en el latido de esos sueños. Le regalan, en susurros, un cálido aliento: un galopar  frente al sol, un resplandor, un respirar la montaña, un caminar en el agua. Un despertarse un fragmento de instante, un dialogarse, un preguntarse un responderse; un saberse.
Y en un momento, en ese momento, entre tanto girar girar frenético: un frío lúcido surcando las venas de los brazos, las manos, los dedos, al extenderse. Alcanzar el carcaj, elevar la mirada que nunca debió bajar, y apuntar más allá y aún más allá. Flecha dorada que despliega sus alas y penetra galaxias y penetra universos deleitándose, en la suprema música, del silencio.

domingo, agosto 7

Despertarse

Despertar, y darse cuenta está lloviendo. Piedras, montañas enteras. Despertarse, darse cuenta.
 Escombros gotas grises gritan, precipítanse: cráneo brazos, tórax piernas, densa cadencia de cadencias gritan, precipítanse, gotas grises. Brutales, desmenuzan, salpicando. Brutales, pulverizan, destrozando. Se desvanecen, brutales. Enterrado, bajo el polvo, el suelo apisonado que se expande, envuelve se alimenta. Fundición elemental, la fragua de la vida, que envuelve que disgrega que pierde, la araña se alimenta en su telaraña y teje, y teje, y teje, y las almas, como moscas en sus redes se pierden y suspiran profundo se suspiran.
Suspirarse entre los poros de la tierra, respirar, respirar con ella. Suspirar sin caerse lágrimas de vuelo perdido, suspirarse aliento de dragón y elevarse, ser libre, jugar, con cada hoja cada hoja, de los árboles; errar por los desiertos de laberintos de tormentas de arena, desiertos; girar girar en cada vértice, cada hélice, cada instante, para siempre. Alienando… envolviendo… atrapado encerrado sin fronteras ¡¿Qué prisión más severa que sin barreras?! Suspirarse, derrotado, meciendo los brotes de césped de los jardines, de los parques, de los campos. Suspirarse avasallado, acribillado por un aluvión de negras refulgentes flechas profanas: miradas sin alas, palabras incoloras, lluvia que no moja. Y llorar.
 Llorarse agua; destrozarse en cada roca pétrea roca, de cada cada cascada; gotearse lenta, paciente, delicada insistente, insaciable permanente, incisivamente, incisiva mente; descubrir, cada ínfima fina fibra, surcando el aire cantando, la música del río la lluvia el mar, y cantando reirse agua. Mecer, en sutil vaivén, alegremente, la piel del océano, confundiéndose. Ser un arroyo risueño de la primavera y silbar melodías entre las pequeñas piedras, con los primeros trinos y rayos de la sepultura de la noche, aúricas flechas que ahora alumbran el cielo y nutren la tierra, con su fuego.
Cantando, cantando danzarse  luego fuego: cada gota ígnea gota de vino ardiendo como cada estrella del universo; cada hirviente gota de sudor entre dos cuerpos cual luna y sol dibujando horizontes, al atardecer. Ser un corazón latiendo, un corazón de verdad latiendo, una hoguera abrasando abrazando figuras en el aire, una danza abrazando abrasando figuras en la tierra. Fundirse, confundirse en una lluvia, un horizonte, un eclipse, una lágrima resbalando por  una mejilla, un amanecer que sonríe y acaricia. Ser una risa a carcajadas entre espadas y venenos, ser un sol, inmolarse, prenderse fuego prender ese fuego.

lunes, julio 25

Alba

Me voy con la espada en alto, con pasos altivos, sintiendo mis pies hundiéndose en la cálida tierra del camino. Y entono un canto de batalla y sonrío enseñando los dientes, encendiendo un fueguito que guardo y cuido.
Con las fuerzas diestras y el filo frío, hendiré los cielos, los mares, los cuerpos. Esa espada con lágrimas encarnadas resbalando, se clavará en la tierra, se abrirá la tierra voraz y gozosa recibiendo la incisión como ofrenda, guareciéndola. Y de aquélla herida  brotarán un día árboles de fuego, y de sus ígneos frutos comeré ávido, hasta la saciedad infinita, que no conoce hartazgo. Y el fueguito será ya entonces hoguera que mira de frente a las estrellas.
Y con las fuerzas siniestras golpearé mi pecho fornido insuflado de aire ardiente cual dragón bravío. Bucearé en el mar estelar, del caos interno, de adentro; y quemaré las mil telarañas que tejieron, los mil laberintos que erigieron, los mil abismos y su fachada de flores encantadoramente corrompidas. Todo abrasaré, con mi fuego; todo abrazaré luego, con mi fuego.
Me voy con la espada en alto, con pasos altivos, temblando la tierra bajo mis pies aguerridos, con el alba en el horizonte y de mil leones el bramido.

miércoles, mayo 18

Otredad

Otra vez estaba pasando, está vez ni siquiera logró percibir los indicios, de pronto estaba ahí, y ni la más remota idea cómo.
Otra vez estaba pasando, una cabellera larga, muy larga, hasta la cintura, ondeando con un sutil vaivén hipnótico, lucía luceros lucientes, que tejían redes etéreas en el aire y atrapaban desamparadas e indefensas sonrisas perdidas. Unas botas color tierra que se sucedían una, tras otra, tras otra, como si fuera un viaje continuo de eones y eones, perfectamente sincronizadas, un paso elegante con algo de frenesí, talvez, o desesperación talvez. Una cartera negra con adornitos de metal a modo de estrellas, bastante grande, ese minimundo que otros minimundos gustan llevar para sentirse preparadas para cualquier inclemencia de este otro minimundo, un poco mas grande, ese que solemos llamar simplemente ‘’mundo’’.
Celular en mano, cabeza inclinada, voz aún inaudible, imposible reconocer el timbre. Unos pasos más y la tierra que tiembla, cataclismo, las baldosas que se separan, que son islas, el sonido de la tapa del celular como un trueno, y el huracán que se acerca, bailoteando como quien no quiere la cosa, enmascarando su furia brutal. Unos dos o tres pasitos más...
Uno, respirar profundo. Dos, controlar el pulso. Tres, no es, ¡oh la paz, la verde pradera!, los edificios no se van a desplomar, acaba de pasar, otra vez.

En cada cuadra te veo dos, te veo tres. Te veo cinco veces y vuelta otra vez. Apocalipsis, colapso, cataclismo, y el respiro, y la angustia, la angustia y la angustia la.
Por allá un timbre de voz, más allá una postura, mas acá unos cuadernos tiernamente abrazados, un miradita tímida y tierna por debajo del flequillo, un gesto nervioso de acomodarse el pelo con tres dedos hacia tras, y acariciar las puntas suavecito, más cosas más, demás reflejos, mundo de  extraños espejos, y mi odio, las detesta, por imitarte, las odia, cada minuto, segundo cada, instante.
Y que por qué no voy a buscarte, si sé donde encontrarte, tan fácil, tan sencillo como suena, y aún así, tan imposible. Tan imposible tan. Mi mundo tiene esas pequeñas reglas (pequeñas rígidas barreras) que inventan esos pequeños sentidos de las cosas, y no me gusta romperlas, por eso, los días en que tu sonrisa se acerca, levitando perfumada con el viento, endulzando sutilmente los senderos, y mis ojos en tus ojos, esos ojos, esos ojos!, yo corro, atrás de los árboles, cuando hay. Y que corro, y corro más, para que no me alcance, ese suspiro, de alegría de. Poder contemplar, para siempre, como viaja, como baila y canta, y se pierde, inocente, entre senderos sin luna y amaneceres sin sol. Y ese olor a dulce de agonía mojado, y ese dolor de apatía encarnado: ese incienso perfuma los vaivenes del péndulo, en momentos, pequeños momentos, eternos. Un dulce canto de amapolas que adormece el pulso, lentamente, los impulsos los. Ojos tras la ventana, mojada, mojados por la lluvia de gotas, grises gotas la lluvia la. Angustia la. Pena de las nubes que errabundas se alejan, se alejan, se van se, pierden, inocentes, en los senderos de luna, en el amanecer del sol del, cruel tirano, que sus flechas, todas, perforan, todo; incendiando, ardiendo, incinerando, todo. - Vida,  más vida! Más!. Cruel déspota; muy crueles, las flechas que atraviesan que, desgarran las sombras las, alas que suspiran nostalgia de paisajes perdidos de, ojos tras la ventana, mojada, mojados, llorando, la lluvia de grises gotas la lluvia. Y, acurrucados, en  rincones de sombras heridas, aún suspiran, la nostalgia la, impotencia de péndulo, yendo y viniendo, en momentos, pequeños momentos, eternos.

 ¿Es que nadie, acaso nadie, disfruta del vértigo de la incertidumbre, nadie alberga en su corazón la posibilidad de atisbar un utópico ápice de lo imposible? No, tiene que ser casual, y esto es todo un desafío para alguien que no cree en la casualidad, pero que aún así sale a la calle y la busca, y sus rodillas ahora son pararrayos, temerosos y, repletos de pánico. Y la busca. Busca la.
 Por eso prefiero buscarte en lugares donde sé que jamás de los jamases; en el parque a las tres de la mañana, cerca de los patos que duermen bajo un árbol al abrigo de fragancias putrefactas, donde senderos se entrelazan, esquivar la mirada de un par de putas y hacer como si nada y seguir caminando, atento, siempre atento; por las calles de los barrios más renombrados no precisamente por su cálida hospitalidad, rechazando ofertas de marihuana y cocaína, o a veces no, y entrar a algún tugurio y sentirse fuera de lugar, y esperar, observando minuciosamente cada persona, y no, que obviamente que, no estás no; o cruzando el río y caminar, y perderse voluntariamente, para sentir el miedo de no saber cómo volver, recorriendo calles y calles, cada vez más despobladas, a paso lento y firme, y lento, y pesado, y lento, y lento sentir, como, sangran, los pies los, oídos al borde del colapso de una implosión sonora, en, dolorosos, compases, hasta, no ver, ni sentir, un alma, en cientos, de metros, a la redonda, redonda, y, gritar gritar, profundamente, desgarrando la angustia de tu ausencia, y seguir, caminando, seguir, hasta que por azar, empiezo a reconocer: árboles senderos  casas y todas la precauciones posibles porque el peligro es inminente es, latente, solo tres cuadras, o cuatro... y ahí, ahí sí ahí, las puertas que liberan, una horda de bestias salvajes y que soy aire que, soy viento que, cruzo las veredas atestadas como sombra etérea sombra, apenas rozando el suelo, con los ojos en blanco transpirando pánico sintiendo un nudo en la garganta y mi pulso luchando por hacer entrar la llave en la cerradura, y que poné música bien fuerte que engañate que no escuches que al rincón, con las luces apagadas, no sin antes dirigir una pavorosa miradita hacia la ventana ver un corte de pelo y sepultarme bajo las sábanas. Acurrucado, en  esquinas de sombras heridas que aún suspiran la nostalgia la, impotencia de péndulo que, yendo y viniendo, en momentos, pequeños momentos, eternos, contemplando, para siempre, como viaja, como baila y canta, se pierde, inocente.

Y que AARRRRRRGGGGGGHHH MATAR DESTRUIR SEPULTAR!!, y que pucho, otro pucho en nebulosas de humo y más humo, que vino, que humo que, se desvanece en el aire y que no alcanza, media botella de ginebra y ahora el mundo es el edén es, lo que necesita uno para estar... ‘’bien’’. Y que ahora soy un rey, que un emperador aguerrido, que guerrero altivo me encamino, a la ventana, y contemplo y escruto, a mis anchas a, el río. Pasa, pasa el río el, y no te veo, y quiero verte te. Corro a la terraza y contemplo la nostalgia de paisajes perdidos de, ojos tras la ventana, mojada, mojados, llorando, la lluvia de grises gotas la lluvia la angustia la, ventana y, no te veo, y quiero verte. Bajo a la calle, tambaleándome, tropezando, puteando, aterrorizando, los obstáculos, que me miran, indulgentes... pobres imbéciles. Y que no te veo, y que quiero verte!
Una, dos, tres cuadras. Uno, dos, tres edificios. Un dos tres, cuatro, cinco, seis, siete pisos. Y A. Alfa, A. 3B. Que toc, que toc, que toc, y que bajón de presión, y el alcohol que se evaporó, y el horror, el horror! Oh el horrorr!!; uno, dos, tres, pasos hacia la puerta, un lento girar mecánico metálico, lento, y el horror el horror!! Oh el horrorr!!!. La mochila, que donde está, que no lo encuentro que se corre la trabita de la puerta que se parte en mil el techo que tiembla la tierra, cataclismo, que donde está, que la puerta, que tengo miedo que el metal... está frío, ondeando con un sutil vaivén hipnótico, lucía luceros lucientes, que tejían redes etéreas en el aire atrapando tu sonrisa, desamparada e indefensa sonrisa perdida. Cálida, dulce y cálida la, espesa lava el, magma que desconconstruye, a, cada, paso, lento, y firme, y lento, y pesado, y lento, y lento sentir, como sangran, los pies los, ojos las, manos tiemblan se sacuden paredes y montañas, con violencia, y disidencia: quieren derrumbarse; quieren destruir y sepultar quieren reír quieren llorar quieren destruir y sepultar quieren odiar quieren amar quieren destruir y sepultar. Quieren matar, quieren destruir, y sepultar. Quieren nacer, y destruir, y sepultar los. Ojos que miran, hasta, no ver, ni, sentir ni, un alma, en cientos de metros, a la redonda, redonda, y gritar profundamente desgarrado la angustia de tu presencia en mi ausencia, y seguir, que ya no tengo miedo que el filo... está frío, y canta lindo, mientras hiende, decidido, que ese ¡hola ff.. que ya no tengo, más frío, que resbala por mi antebrazo, cálida, dulce y cálida lava, fuego dulce fuego, y esos ojos que, esos ojos... esos ojos!!!

jueves, abril 7

Vidas

Como péndulo, yendo, y viniendo, en un momento eterno. Como péndulo, oscilás como un péndulo oxidado, y me taladrás la cabeza.
Paraísos demenciales, infiernos apacibles.
Cómo un péndulo, yendo, y viniendo.
Qué, di qué ¡oh humanidad! ¿ qué temés más? ¿qué deseás más? ¿qué? ¿qué perseguís? ¿y que anhelás? ¿Por qué morís? ¿Por qué matás?
Es una danza, de luces, de sombras, que giran, giran
¡Una danza, es una danza!
La danzan cielo y tierra, esos días, de lluvia, de niebla, luces grises, y arcoíris.
La danzan sol, y luna; alba, y ocaso, en eterno abrazo. Danzan, desquiciados. Danzan, extasiados.
Como un péndulo, yendo, y viniendo.
Y la danzás vos, a la vez, pero no ves, si no tenés ojos: ¿cómo podrías hacer?, si te los arrancaron los cuervos, al nacer.
Y danzás, vos danzás, arrastrando los pies. Gritarías, suplicarías, talvez, pero no podés: sin lengua ¿cómo habrías de hacer?, si las serpientes te la mordieron, al nacer.
Y la danzás, como un péndulo, en un momento eterno.
En jardines, clamorosamente pestilentes, de hermosos colores, y corruptas fuentes.
En pantanos, deleznablemente encantadores, infectos, de susurros, de aire, puro.
La danzan ángeles, y demonios, en estrellas, y en cavernas; en mares, en montañas; en las cimas, y las simas; en la bruma, y la espuma. Danzan, y danzan y se funden, y confunden y te miran, desde adentro, con tus ojos, ciegos, furiosos, ciegos, lluviosos, ciegos. Y encienden el fuego, celeste, danzando, hacia el este, hacia el nacimiento, siempre. Y sorben las aguas, las frías aguas, de los manantiales de la montaña, al oeste, hacia la muerte, siempre.
Como péndulo, como un péndulo, siempre.
Y danzando besás la tierra, y danzando tocas el cielo y danzando te desquiciás, y danzando te iluminás. Y danzando sentís, que talvez, esta danza... no tenga fin.
Cómo péndulo, como un péndulo, en un momento, eterno.

miércoles, marzo 16

Tiempo

La febril luz de la antigua lámpara de hierro tiende su desgarrado manto sobre la polvorienta habitación, pintando delicadamente un lúgubre cuadro, con colores de fuego apagado.
 El pausado pero insistente goteo de la canilla mal cerrada retumba como un trueno, se sacuden las paredes, tiemblan la montaña y los árboles. Talvez las vigas no resistan, talvez se derrumben, las rocas, y las hojas, una, otra y otra más. Debe ser el otoño, que golpea la puerta.
La alfombra es un mar de botellas vacías, y la sangre de mis venas se desliza lentamente, cual ríos de lava implacables por apacibles valles, espesa y ardiente, devorando, voraz, reclamando, aún más. Pobre, se va a quedar con hambre.
 Apenas si alcanzo a ver retazos de imágenes a través de la niebla nauseabunda que desde mis tétricos dedos, largos y esqueléticos, teje una inmensa tela de araña, con hilos de sombra y sutil locura, haciendo de la luz penumbra. Mi respiración, imperceptible, ni siquiera logra curvar las volutas de humo que envuelven mi cara como la bruma a la inmóvil montaña. Capa de sombras, fría, muy fría.
 Y allá afuera el mundo, río torrencial de eterna monotonía. Lejano rumor, leve brisa que, agónica, ya no alcanza a susurrar su gastada melodía.
 Y el torbellino, colgado de la pared gira, gira, frenético, gira, desquiciado, gira, en demoníaca danza, gira, mientras todo, sutilmente, se funde difuminando la frontera entre sueños y vigilia. Y gira, gira, hasta el alba, gira, y tres rayos de sol se filtran; ¡Oh, un nuevo día! Pero qué alegría. Pero los torbellinos nada saben de alegría, giran, giran. Da igual noche, o día. Giran. Mientras la febril luz de la antigua lámpara de hierro tiende su desgarrado manto sobre la polvorienta habitación, pintando delicadamente un lúgubre cuadro, con colores de fuego apagado. Pero la p..., me olvidé de cerrar la canilla.