martes, agosto 24

La chispa

La noche era cálida, prometía abrasadoras llamas de aire. Pero el otoño estaba floreciendo, con su canto de muerte, de dulce hipnótica muerte. Los vientos húmedos arremolinados anunciaban en tono amenazante los inminentes llantos del cielo adolorido por el acompasado desfile de los colores a las sombras. Y mientras caminaba con la ya tan conocida sensación gris de cada día - esa pesada liviandad, de haber concluido las ‘’obligaciones’’ y de tener que confinarse voluntariamente obligado a esas cuatro paredes insoportablemente protectoras que se habían configurado como su hogar- entre las cavilaciones recurrentes y el sonido de la música, divisó una extraña luz, intrigado fue a ver, dándose cuenta de que era un charco de agua que estaba reflejando la pequeña luz, se dio vuelta asombrado y vio una chispa, como una astilla de madera inmolada flotando a metros suyo, como una microscópica hada que parecía absorta en una extraña e hipnótica danza, atrayéndolo, promentiéndole con su alma de fuego la renovación, la destrucción para poder renacer, de las cenizas. El la tomó en su mano, y se la llevó, pensando y reflexionando en un caminar frenético, llegó a su refugio. Guardó la chispa en una cajita de plata, en una cajita musical a la que de vez en cuando da cuerda, en los días nublados y fríos. Una mística melodía nace de ella, hermosa, sublime, un canto de esperanza agonizante que promete luz, la blanca luz del amanecer.


Pero él… le teme a la claridad, sus sombrías nubes lo elevan, lo cuidan, lo envuelven en una inocua alienación, desde de donde ve con impotente anhelo nada más que sombras, nubes negras; tinieblas difusas en toda dirección.


Ya no sale de su guarida, sólo mira por la ventana la vida pasar, cada tanto recuerda a la mágica chispa, esa pequeña luz de esperanza, sabe que aún vive a duras penas allí en su cajita de plata, sabe que puede hacerla salir con un mínimo esfuerzo y sabe que con ella puede herir con rayos de fulgurante muerte a las tenebrosas nubes, pero no se anima, se dice que no sabría controlarlo, se autoconvenció de ello, se resignó, y sólo se dedica a enloquecerse dolorosa y lentamente, dejándose adormecer por las narcóticas y amargamente dulzonas fragancias de la apatía y la indiferencia.


Incomprensible es en verdad el miedo a morir estando ya muerto.
Se engaña, se miente, y lo sabe, pero tiene miedo, un miedo que lo paraliza y no puede pensar, siente que del cielo empiezan a caer miles de flechas en llamas y tiene miedo, de consumirse en el fuego y no saber resucitar. Y corre, a su refugio, y mira, por la ventana, sentado, por las noches, sólo mirando, sin ver, sólo soñando, sin actuar, sin llorar, sin reir... Sólo mirando, por la ventana, mientras la chispa lentamente se apaga.

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