lunes, noviembre 28

Uno

Despertó una tarde apacible, cuando gime el mudo grito de colores, ese llanto tierno del sol y de los cielos.

Dirigió sus pasos hacia el pueblo, la plaza, la feria, la gente, las personas, algún que otro árbol solitario. Sentose y observó. Miró, miró. Luego siguió avanzando caminando por las galerías de cuadros, entre los pasillos de luces líquidas y humeantes, mientras voces o suaves o frenéticas o templadas, sonoras o sordas, acariciaban o acicateaban desviviéndose por retener para sí atención. Y por allí también los puestos y múltiples anuncios, los relojes-trompo – ¡absolutamente poliformes, ultrasensibles, calculados minuciosa y exactamente para su cada vez mayor y más concreta armonía perfecta, unos para cada específico minuto, compre uno!-. Tenía cientos de miles, uno más por cada minuto que se volvía blanco.
Girando girando se fue extraviando la calidez de la tarde, resolvió tornar sus pasos rumbo a su morada, luego de la pesca sin éxito en el pozo de los ojos flotantes, frustrada por el hastío repetitivo de sacar siempre ojos blancos, vacíos. Sintió con fuerza, como si la gravedad fuese aumentando poco a poco, el contacto entre cada piedra y la suela de su zapato. Acarició las pequeñas florcitas violáceas, al costado de un arroyo de canto dulce y muy suave, a la sombra risueña de los árboles verdes, alegres. Cantó en silencio con el vuelo de las aves, viva algarabía en pequeñas bandadas. Miró hacia los cielos otra vez, una franja de nubes de frontera entre las hordas de Horus y las de Seth. Carros armados y muchos soldados a ambos lados se enfrentaron abiertamente en el campo celeste, la luna y su manto de estrellas, el sol y su aliento de dragón. Sometiéndose al nuevo reinado las flores con desesperación disimulada se cerraron, apresurándose lentamente; las aves volaron veloces a la cima de los árboles gigantes, cruzando los cielos, más allá de las nubes y, ávidas de luz, se inmolaron antes de que el astro derrotado se fugue. Sólo los insectos, temerarios, osaron desafiar al pesado silencio que se desplomaba desde los cielos. Las formas y los colores ante sus ojos se transmutaron, su danza era otra danza, se llenaban de vacío, florecía su magia que, en esporas, comenzaba a susurrar su canto de ensueño. Atento, afinó su oído izquierdo, escuchó sus recuerdos, viejos, viejos recuerdos.
El portón de madera, y los saltitos del perro, un murciélago hendiendo las sombras y una cerradura rota, pero la puerta abierta. Los muebles y sus telas raídas recubiertas de polvo cansado. La bodeguita vacía, a excepción de una pequeña cajita. Sopló el polvo que la envolvía. Tan negra y reluciente, un sol negro de acero. Abrir su boca, alimentarla, cerrarla, guardarla, rápido y en secreto, no vayan a despertarse los sueños. El torso desnudo, el pelo suelto, los pies descalzos sintiendo con aún más gravedad el hambre del suelo. Frío el suelo, frío ya el cielo. Un estremecerse, un bramido desaforado y la lluvia de las nubes -¡Tan sensibles las nubes!- resbaló dolida por su piel y sus cabellos.
Caminó, cada paso a la vez efímero y eterno, acarició las cadenas de las hamacas que van, que vienen, suave, lentamente. Aplastó las hojas, cada hoja caída en el sendero. Los charcos, el brillo, ahora opaco, de sus ojos, y el metal negro. Rozar, con los dedos, las ramas desnudas de los árboles dormidos y grises. Se sentó a la sombra nocturna del anciano pino de la esquina, faro tenebroso que oscurecía la penumbra y silenciaba la lluvia. Cruzó las piernas, la sacó y apoyó en la tierra blanda ya humedecida y la miraba sin poder verla. Tocaba y no sentía el frío con sus manos frías, tocaba y no sentía. La asió, la acomodó, bajo las cejas, entre sus ojos, no veía en el metal el reflejo de su brillo opaco. Los sabía secos, aún en la tormenta más recia y tenebrosa, permanecerían siempre secos. La apoyó muy despacio y ese ardiente fuego de hielo que no sentía. No sentía frío en su frente fría, no sentía ya las cadenas frías, no sentía. No sentía las ropas mojadas ni ya el frío de la tierra, ni el fueguito de su pecho ni bullía el ardiente caldero en su cabeza, no sentía.
 La gravedad se evaporaba de pronto, se disolvía, se desvaneció en un relámpago, un instante en el que miró y ya no vio formas ni colores, ni luz ni oscuridad, de verdad vio. Entonces la soltó, y fue la brisa retozando con las hojas que se secaban al sol que asomaba tras la montaña.