Frío.
Mucho, frío.
Las gotas, una, tras otra, tras otra; ya hielo al golpear la roca. Tormenta astillada lacerando con filo de fuego, no ese fuego.
De ese fuego aún el recuerdo. Allá en lo alto, en el monte blanco, aquel templo de aquel tiempo. Ese fuego. Un sol en cada llama, en cada destello.
Ya es de noche, el filo es de aire. Las espadas de los vientos dibujando surcos sangrientos, fulgores de plata de luna que descienden desde los cielos una vez celestes. Y los gritos, en el silencio.
Los jardines y las flores y un áureo rocío encendido en la brisa, una tenue cálida risa. Criaturas risueñas bajo cielos de arcoíris, vagaban sin prisa; husmeaban, tranquilas. Olfateaban las esencias retozantes como niños. Y yo, retozando en ellas, me encendía.
La calma como piedras en colina frenética en la noche hirviente de estrellas. El sonido del fluir, de un río de hielo oír. Una caricia al lomo del aire. Se ven más noches, a lo lejos. Solo con mis pensamientos, y el graznido del cuervo.
La calma como piedras en colina frenética en la noche hirviente de estrellas. El sonido del fluir, de un río de hielo oír. Una caricia al lomo del aire. Se ven más noches, a lo lejos. Solo con mis pensamientos, y el graznido del cuervo.
Una fragancia tejida de sueños; un perfume de milenios. La hipnosis y los pasos, juntos enfilando al horizonte de horizontes allá en los horizontes. A saltos, a tropiezos, y vuelos. De pronto aquel retoño, aquella fuente reluciente en el prado divino de aquel templo de aquel tiempo y su calor, me abrazó. Fui envuelto en su ensueño.
Las flechas, ardientes, aguerridas, decididas, inmolan aquél tendido manto negro. Una, tras otra, tras otra, eclipsando los cielos. Llueven; no dejan que las llagas se cierren. La piel abrasada por el fuego, no ese fuego. Solo con el resplandor siniestro de su plumaje negro y su pico encarnado revolviendo.
Ese fuego; un nadar desnudo entre estrellas y planetas, asteroides y cometas. Una danza cósmica danza. Abrí los ojos, y miré; fui la luz entre las hojas de una tarde de árboles de otoño; fui noche primitiva sin lunas; fui estrellas tras las cortinas. Oí, atento; fui armonía, fui amor de ritmo y melodía, en el silencio, ese silencio. Moví mi mano, y una estela plateada atravesó el espacio; fui tormenta y truenos en los cielos; fui la tierra inquieta. Olí el vacío y fui la fragancia, esa de sueños, esa de otros tiempos y los tiempos; me respiré. Degusté una chispa danzarina; fui cada color, cada matiz; fui algas y fui rosas, y reí. Fui una flama, cada flama, me sentí.
Cataratas carmesí resbalan por entre mis dedos, dibujan constelaciones en el suelo. Tiñen las rocas, sabias majestuosas, y la nieve de la cumbre como pétalos de rosas rosas rotas. Una risa macabra separa las nubes; los rayos, como látigos. Infortunio alado, su condena en mi condena, devora me bebe, y me ignora. Las cadenas, frías, frías cadenas, ya me queman. Condena de fuego, no ese fuego, de fuego del hielo. Aún la imagen, el recuerdo de las almas, figuras apagadas entre el humo de cenizas.
El clamor, el crepitar, ese danzar. Un despertarse de sol. Precipiteme como un amanecer, copulé con la tierra; fui la siembra, fui la fruta; fui misterios, fui la música. Fui los cantos, fui los pasos, fui las miradas, que nunca naufragaban.
Humo denso, niebla espesa, las brasas moribundas de una promesa. -¡Sed de vida os lo ruego!, ¡prometeos el fuego!-.