La febril luz de la antigua lámpara de hierro tiende su desgarrado manto sobre la polvorienta habitación, pintando delicadamente un lúgubre cuadro, con colores de fuego apagado.
El pausado pero insistente goteo de la canilla mal cerrada retumba como un trueno, se sacuden las paredes, tiemblan la montaña y los árboles. Talvez las vigas no resistan, talvez se derrumben, las rocas, y las hojas, una, otra y otra más. Debe ser el otoño, que golpea la puerta.
La alfombra es un mar de botellas vacías, y la sangre de mis venas se desliza lentamente, cual ríos de lava implacables por apacibles valles, espesa y ardiente, devorando, voraz, reclamando, aún más. Pobre, se va a quedar con hambre.
Apenas si alcanzo a ver retazos de imágenes a través de la niebla nauseabunda que desde mis tétricos dedos, largos y esqueléticos, teje una inmensa tela de araña, con hilos de sombra y sutil locura, haciendo de la luz penumbra. Mi respiración, imperceptible, ni siquiera logra curvar las volutas de humo que envuelven mi cara como la bruma a la inmóvil montaña. Capa de sombras, fría, muy fría.
Y allá afuera el mundo, río torrencial de eterna monotonía. Lejano rumor, leve brisa que, agónica, ya no alcanza a susurrar su gastada melodía.
Y el torbellino, colgado de la pared gira, gira, frenético, gira, desquiciado, gira, en demoníaca danza, gira, mientras todo, sutilmente, se funde difuminando la frontera entre sueños y vigilia. Y gira, gira, hasta el alba, gira, y tres rayos de sol se filtran; ¡Oh, un nuevo día! Pero qué alegría. Pero los torbellinos nada saben de alegría, giran, giran. Da igual noche, o día. Giran. Mientras la febril luz de la antigua lámpara de hierro tiende su desgarrado manto sobre la polvorienta habitación, pintando delicadamente un lúgubre cuadro, con colores de fuego apagado. Pero la p..., me olvidé de cerrar la canilla.